jueves, 25 de abril de 2013

"LA EXPERIENCIA NEBULAR." De Juan Salzano. Apenas la segunda sección del ensayo “La experiencia nebular”, éste incluido en su totalidad (cinco secciones) en el libro colectivo: Perfórmatas “X” Alógenos, Bs. As., Allox, 2013 (de próxima aparición).

                    II. El vagabundo de los limbos.

 Difícil separar definitivamente estas líneas enmarañadas. Y, sin embargo, algunos detalles meteorológicos delatan el diferencial, apenas perceptible, de sus dinamismos (según lo que anudan o ponen a circular): un cierto clima, una ráfaga, un aire peculiar. Cuando una función perfórmata se pone en juego, lo que asalta el espacio es una especie de ambiente o humor atmosférico que suele experimentarse como difuso. Algo de la rigidez del ballet reproductivo que nos cincela cada gesto cede. El animal que somos permea o borronea sus contornos, deviene vapor, latido de medusa, danza ameboidal que se percibe a sí misma desmintiéndose a cada contracción, a cada propulsión, en tanto se vuelve efluvio indiscernible, aunque singular, de una negentrópica respiración universal. Cuando accedemos al Afuera, deponemos toda premeditación, incluso y sobre todo aquella que suele guiar la transgresión de una regla. Prehumanos, por indefensión, ingresamos al desierto.
 
Lo que define un medio como desierto (sea selva, calle, isla o mar) no es tanto el hecho de estar o no poblado u ocupado, sino más bien el modo en el que se lo puebla u ocupa. Mientras la acción útil mide el espacio para poder ocuparlo sin tropiezos, la aventura perfórmata ocupa el espacio sin medirlo ni nivelarlo, asumiendo todas sus desviaciones y declinaciones, no como manifestaciones accidentales del entorno sino como la expresión esencial de su naturaleza turbulenta. Así, el desierto y el mar pueden aflorar en los infinitos poros de un espacio cualquiera, siempre y cuando aquel que vaya a ocuparlo haya aprendido a abandonar, en el camino, su maniático sextante. Lo que no implica, desde ya, la inmersión en un puro caos amorfo e inhabitable, pues la forma niveladora no es la única modalidad de composición posible (sobre esto volveremos en la última sección). Decía un joven Deleuze1: “Bajo ciertas condiciones, que le ligan al propio movimiento de las cosas, el hombre no solamente no rompe con el desierto, sino que lo consagra”; si están “suficientemente separados”, si son “suficientemente creadores”, los hombres solamente le darán a la isla “una imagen dinámica de sí misma, una conciencia del movimiento que la produce, hasta el punto de que, a través del hombre, la isla tomará finalmente conciencia de sí misma como isla desierta y sin hombres”. Si es posible caracterizar una isla como esencialmente desierta, es sólo a causa de la actividad marítima que lame incesantemente sus contornos, los hace y deshace, trae y se lleva pedazos de otras islas con la misma aleatoriedad con la que trae y se lleva barcos y náufragos, haciendo, así, de cualquier isla un puro lugar de paso.
 
Aquel que asume su devenir-náufrago aprende, entonces, a deshacer el binarismo, no mediante su reducción a una unidad fagocitadora cualquiera (medición), sino descorchándolo hacia la multiplicidad irreductible de las mareas, las tormentas de arena y el lento e imperceptible desplazamiento pneumático de las dunas: naufragar es renacer a las fraguas del desierto. Medio cósmico de regeneración donde nos recreamos como entidades germinales (Lezama Lima), indisociables de la región hechizada, naciente, que nos inunda. De golpe, atravesamos el limbo cual errantes o planetoides, aunque menos como perplejos residentes de alguno de los infiernos subsidiarios del cristianismo, que como el protagonista (si des-figurado) de aquella serie de historietas sci-fi creada a principios de los 70: El Vagabundo de los Limbos. En el terreno de la literatura, fue sin duda Artaud –en su genial: El ombligo de los limbos– quien supo transitar el espiralado corazón de estos trans-espacios. También Tournier, en un acto de justicia sublime, supo rescatar a Robinson de las manos del civilizado Dafoe, para eyectarlo al desierto elemental en su: Viernes o los limbos del pacífico. Más recientemente, en 1976, el escocés Kenneth White –nómada intelectual2 y creador de la geopoetics–, editaba un libro de prosas llamado: Los limbos incandescentes.

Ya no existe ni hombre ni naturaleza, únicamente el proceso que los produce a uno dentro de la otra y acopla las máquinas”, dirán Deleuze y Guattari en la segunda página de El Antiedipo3 (proyectil pensante que a su vez produjo, dentro de la filosofía, limbos aún hoy imposibles de cerrar), diluyendo el paisaje en una visión cosmológica propicia para la errancia. Porque para el dúo anedípico, el vagabundo de los limbos es precisamente el esquizo (a distancia del despojo clínico manicomialmente transformado), cuyos paseos van conectando su milagroseado cuerpo a las máquinas límbicas de la naturaleza, deslizándolo “como una pieza en tales máquinas”4, como si ya solo pudiese experimentar un estado intermedial entre la vida y la muerte (lo que remite, a su vez, al Bardo Thodol, pues cabe recordar que la traducción más ajustada del título de ese libro no es “Libro tibetano de los muertos”, sino “Libro de la liberación en el estado intermedio”). Si no hay sujetos, códigos u objetos en el Afuera, no es porque se los haya negado, sino porque se los devolvió a su variación continua, a la perpetua fluctuación de un inubicable no man´s land (ríe Barrett en su Madcap). Se accede así a una performance primaria, a la vez movimiento y meditación “del” movimiento, que revela la naturaleza ondulatoria de cualquier estructura.


1 “Causas y razones de las islas desiertas”, en: La isla desierta y otros textos. Textos y entrevistas (1953-1974), Valencia, Pre-textos, 2005, pp. 16-17.

2 De hecho, White defendió una tesis llamada precisamente: El nomadismo intelectual. Uno de los jurados de dicha tesis fue Gilles Deleuze, quien luego la citaría, aún inédita, en su libro: Mil mesetas.

3 El Antiedipo, Buenos Aires, Paidós, 2005, p. 12.
4 Ibid.