II. El vagabundo de los limbos.
Difícil separar definitivamente estas líneas
enmarañadas. Y, sin embargo, algunos detalles meteorológicos
delatan el diferencial, apenas perceptible, de sus dinamismos (según
lo que anudan o ponen a circular): un cierto clima, una ráfaga, un
aire peculiar. Cuando una función
perfórmata se pone en juego, lo que
asalta el espacio es una especie de ambiente o humor
atmosférico que suele experimentarse como difuso. Algo de la rigidez
del ballet reproductivo que nos cincela cada gesto cede. El animal
que somos permea o borronea sus contornos, deviene vapor, latido de
medusa, danza ameboidal que se percibe a sí misma desmintiéndose a
cada contracción, a cada propulsión, en tanto se vuelve efluvio
indiscernible, aunque singular, de una negentrópica respiración
universal. Cuando accedemos al Afuera, deponemos toda premeditación,
incluso y sobre todo aquella que suele guiar la transgresión de una
regla. Prehumanos, por indefensión, ingresamos al desierto.
Lo que define un medio como desierto (sea selva,
calle, isla o mar) no es tanto el hecho de estar o no poblado u
ocupado, sino más bien el modo en el que se lo puebla u ocupa.
Mientras la acción útil mide el espacio para poder ocuparlo sin
tropiezos, la aventura perfórmata ocupa el espacio sin medirlo ni
nivelarlo, asumiendo todas sus desviaciones y declinaciones, no como
manifestaciones accidentales del entorno sino como la expresión
esencial de su naturaleza turbulenta. Así, el desierto y el mar
pueden aflorar en los infinitos poros de un espacio cualquiera,
siempre y cuando aquel que vaya a ocuparlo haya aprendido a
abandonar, en el camino, su maniático sextante. Lo que no implica,
desde ya, la inmersión en un puro caos amorfo e inhabitable, pues la
forma niveladora no es la única modalidad de composición posible
(sobre esto volveremos en la última sección). Decía un joven
Deleuze1:
“Bajo ciertas condiciones, que le ligan al propio movimiento de las
cosas, el hombre no solamente no rompe con el desierto, sino que lo
consagra”; si están “suficientemente separados”, si son
“suficientemente creadores”, los hombres solamente le darán a la
isla “una imagen dinámica de sí misma, una conciencia del
movimiento que la produce, hasta el punto de que, a través del
hombre, la isla tomará finalmente conciencia de sí misma como isla
desierta y sin hombres”. Si es posible caracterizar una isla como
esencialmente desierta, es sólo a causa de la actividad marítima
que lame incesantemente sus contornos, los hace y deshace, trae y se
lleva pedazos de otras islas con la misma aleatoriedad con la que
trae y se lleva barcos y náufragos, haciendo, así, de cualquier
isla un puro lugar de paso.
Aquel que asume su devenir-náufrago aprende,
entonces, a deshacer el binarismo, no mediante su reducción a una
unidad fagocitadora cualquiera (medición), sino descorchándolo
hacia la multiplicidad irreductible de las mareas, las tormentas de
arena y el lento e imperceptible desplazamiento pneumático de las
dunas: naufragar es renacer a las fraguas del desierto. Medio cósmico
de regeneración donde nos recreamos como entidades
germinales (Lezama Lima), indisociables
de la región hechizada, naciente, que nos inunda. De golpe,
atravesamos el limbo cual errantes o planetoides, aunque menos como
perplejos residentes de alguno de los infiernos subsidiarios del
cristianismo, que como el protagonista (si des-figurado) de aquella
serie de historietas sci-fi creada
a principios de los 70: El Vagabundo de
los Limbos. En el terreno de la
literatura, fue sin duda Artaud –en su genial: El
ombligo de los limbos– quien supo
transitar el espiralado corazón de estos trans-espacios. También
Tournier, en un acto de justicia sublime, supo rescatar a Robinson de
las manos del civilizado Dafoe, para eyectarlo al desierto elemental
en su: Viernes o los limbos del
pacífico. Más recientemente, en 1976,
el escocés Kenneth White –nómada intelectual2
y creador de la geopoetics–,
editaba un libro de prosas llamado: Los
limbos incandescentes.
“Ya no existe ni hombre ni naturaleza,
únicamente el proceso que los produce a uno dentro de la otra y
acopla las máquinas”, dirán Deleuze y Guattari en la segunda
página de El Antiedipo3
(proyectil pensante que a su vez produjo, dentro de la filosofía,
limbos aún hoy imposibles de cerrar), diluyendo el paisaje en una
visión cosmológica propicia para la errancia. Porque para el dúo
anedípico, el vagabundo de los limbos es precisamente el esquizo (a
distancia del despojo clínico manicomialmente transformado), cuyos
paseos van conectando su milagroseado cuerpo a las máquinas
límbicas de la naturaleza,
deslizándolo “como una pieza en tales
máquinas”4,
como si ya solo pudiese experimentar un estado
intermedial entre la vida y la muerte
(lo que remite, a su vez, al Bardo
Thodol, pues
cabe recordar que la traducción más
ajustada del título de ese libro no es “Libro tibetano de los
muertos”, sino “Libro de la liberación en el estado
intermedio”). Si no hay sujetos, códigos u objetos en el Afuera,
no es porque se los haya negado, sino porque se los devolvió a su
variación continua, a la perpetua fluctuación de un inubicable no
man´s land (ríe Barrett en su
Madcap).
Se accede así a una performance
primaria, a la vez movimiento y
meditación “del” movimiento, que revela la naturaleza
ondulatoria de cualquier estructura.
1
“Causas y razones de las islas desiertas”, en: La isla
desierta y otros textos. Textos y entrevistas (1953-1974),
Valencia, Pre-textos, 2005, pp. 16-17.
2
De hecho, White defendió una tesis llamada precisamente: El
nomadismo intelectual. Uno de los jurados de dicha tesis fue
Gilles Deleuze, quien luego la citaría, aún inédita, en su libro:
Mil mesetas.
3
El Antiedipo,
Buenos Aires, Paidós, 2005, p. 12.
4
Ibid.