Wang Fo era un
anciano pintor que vivió hace mucho tiempo en los bosques de la
inmensa China. Su obra, hermosa, vasta, y rica en detalles, era
además muy extensa. Pero él, como todo artista que un día llega a
darse cuenta, sabía que nunca llegaría a pintarlo todo. El arte es
inmenso y largo, mientras que la vida de un sólo hombre es muy
corta.
Esa mañana, Wang Fo
había trabajado en la huerta desde el amanecer, apenas descansando
para tomar una taza de té y comer una porción de arroz. Cansado,
atravesó la habitación, caminando despacio entre sus hermosos
lienzos, muchos de ellos sin terminar. Se llevó la mano a la sien y
pensó en todo lo que tenía que pintar antes de que se fuera la luz
del sol. Acercó lentamente su asiento de madera. Sus piernas,
espalda y manos no eran las que alguna vez habían sido, estaban
cansadas, y su barba y cabellos largos, siempre perfumados con el
aroma de los óleos y las tintas, hacía tiempo que eran blancos.
Fue en ése momento
en que Wang Fo entendió que era tiempo de conseguirse un discípulo
que lo ayudara y acompañara. Decidido, tomó el más hermoso lienzo
en blanco y lo colocó sobre el atril. Tomó la carbonilla, y dejó
que su mano la deslizara libremente haciendo los primeros trazos. De
a ratos, fumaba su pipa y con cada bocanada, el humo blanco inundaba
la habitación.
En el lienzo, dos
pequeños círculos comenzaron por ser los ojitos, luego la forma
redondeada para el rostro pequeño y las mejillas, el cabello negro,
de tinta gruesa y trazos libres, el cuerpo, redondo, infantil y
proporcionado, vestido con un bonito chaleco rojo. Wang Fo continuó
pintando inspirado, sus manos emprolijaban lentamente los contornos.
Las formas que acababa le iban revelando a un niño pequeño, que
Wang Fo creyó, debiera tener unos 7 años de edad. El artista
trabajó sin descanso, y cuando atardecía, con la escasa luz dentro
de la cabaña, terminó los últimos detalles del magnífico retrato.
Resopló exhausto, y le dio una bocanada más a la pipa. De entre el
humo disperso en la sala, se apareció el niño, que lo miró con sus
ojos negrísimos y pequeños, y el chaleco rojo bermellón.
- Me llamo Ling -le
dijo con valentía. Wang Fo sonrió detrás de la barba y le
preguntó:
- ¿Y sabes quién
soy yo?
El niño negó con
la cabeza.
- Soy tu maestro.
Pasaron los días y
semanas, y las cosas no parecían más simples para Wang Fo. El niño
era travieso, se metía en todas partes, era ruidoso, y revoltoso.
Wang Fo pensó entonces que no había traído a un discípulo sino
más bien a un jovencito salvaje. Sumado al trabajo en las pinturas y
en la huerta, enseñarle a Ling era una tarea ardua, porque el niño
no quería obedecer a sus instrucciones. Wang Fo, paciente, intentaba
instruirlo en el trabajo de la plantación, las formas y colores, y
sobre todo en la observación, pero todo aquello requería de mucha
paciencia. Para Wang Fo, para poder pintar primero tenía que
aprender a mirar. Pero el pequeño Ling, de carácter impulsivo, no
podía estar sentado más que unos minutos, y prefería salir a
correr a las aves en el bosque, tirar piedras, hacer pozos en la
tierra, y jugar afuera en las tardes de lluvia.
Conforme pasaban los
días, Wang Fo, apenado, ya no estaba seguro de que tener un
discípulo había sido una buena idea. Estaba muy cansado, su salud
se había debilitado y tosía constantemente. Le dolía mucho ver que
sus enseñanzas no le interesaban a Ling. Pero lo que más lo
debilitaba era ver al niño frustrarse cuando intentaba dibujar. No
le gustaban sus manchones y garabatos de principiante, tiraba los
pinceles al suelo y se negaba a volver a intentarlo. ¡¿Por qué
tengo qué hacer esto?! – le gritaba.
Un día, ya sin
muchas esperanzas, Wang Fo se acercó al niño y le dijo que iba a
mostrarle un truco, pero para que realmente funcionara, debía
observar muy bien. Si acaso dejara de mirar, la magia no funcionaría.
Ling aceptó el juego y prometió quedarse muy quieto hasta que el
truco de magia estuviera completo. Wang Fo comenzó a pintar y Ling
desconfiaba. ¿Dónde estaba la magia? Pero las manos de Wang Fo no
se detuvieron, y pintaron y pintaron, hasta que por fin dieron forma
a un hermoso pájaro de plumas rojas, que saliendo del cuadro se posó
en sus manos. Ling, maravillado, se acercó a acariciarla. ¡Es
magia! Dijo. Y Wang Fo, aunque tosía, sonrió.
Durante los días y
años siguientes el pequeño Ling se tomó en serio sus tareas. Wang
Fo lo observaba pintar, y sobre todo observar durante largo tiempo a
las aves, las hortalizas, las gotas de lluvia acumularse en la
tierra. Wang Fo cuidaba de la huerta, se sentaba a la mesa, pintaba,
y por las noches se iba a dormir y allí estaba el niño, mirándolo,
observando, contemplando sus movimientos, sus manos arrugadas, cada
rincón de su expresión, contando sus cabellos. Wang Fo, cada vez
más cansado y con su salud delicada, encontraba el comportamiento
del niño muy divertido, y aunque nunca había visto a ningún pintor
trabajar de esa forma, se alegró de que al menos se hubiera
disciplinado. Él ya casi no contaba con fuerzas para hacer mucho
más, por las noches se agitaba, y le costaba respirar. Ahora era
Ling, el que se levantaba más temprano, sacaba el agua del pozo y
preparaba el te, el que limpiaba el pescado, y cuidaba las cosechas.
Wang Fo estaba delicado, y un día, ya no despertó. La ceremonia de
entierro se llevó a cabo en el bosque, donde Ling, desconsolado,
siendo todavía poco más que un niño, despidió a su maestro.
El jovencito
regresó a la cabaña y contempló las obras de su maestro y las
suyas. Queriendo emular todo lo que él le había enseñado, se sentó
en el pequeño asiento de madera y comenzó a pintar. Pintó y pintó,
largos años pasaron, en los que Ling aprendió a cuidarse solo, a
pintar con la salida del sol, y a cuidar de la huerta. Viajaba al
pueblo, donde vendía hortalizas. Nunca había querido vender las
pinturas del maestro, pero las suyas empezaban a venderse, poco a
poco, aunque a Ling eso no le importaba demasiado. Él quería hacer
magia. Recordó los detalles del rostro de su maestro y sin pensar,
deslizó las manos sobre el lienzo. Primeros dibujó los ojos
rasgados, el lacio cabello blanco, el vestido azul. Los días y años
pasaron, y Ling siempre volvía a retomar el retrato. Cada vez estaba
más cerca. Hasta que un día, cuando Ling ya era un jovencito con
esbozos de barba en el rostro, lo terminó. Creyendo haber fracasado,
se cubrió el rostro, y comenzó a llorar, pero el llanto se
interrumpió. Allí estaba el maestro, de pie en la habitación,
caminando despacio. Wang Fo al principio no reconoció a su
discípulo. Ling estaba muy cambiado. No llegó a contemplarlo en
detalle que el chico se le echó encima, y en un arrebato, lo abrazó.