miércoles, 17 de abril de 2013

Acerca de Cómo se salvó Wang Fo de Marguerite Yourcenar de Lucila Las Heras.

Wang Fo era un anciano pintor que vivió hace mucho tiempo en los bosques de la inmensa China. Su obra, hermosa, vasta, y rica en detalles, era además muy extensa. Pero él, como todo artista que un día llega a darse cuenta, sabía que nunca llegaría a pintarlo todo. El arte es inmenso y largo, mientras que la vida de un sólo hombre es muy corta.
Esa mañana, Wang Fo había trabajado en la huerta desde el amanecer, apenas descansando para tomar una taza de té y comer una porción de arroz. Cansado, atravesó la habitación, caminando despacio entre sus hermosos lienzos, muchos de ellos sin terminar. Se llevó la mano a la sien y pensó en todo lo que tenía que pintar antes de que se fuera la luz del sol. Acercó lentamente su asiento de madera. Sus piernas, espalda y manos no eran las que alguna vez habían sido, estaban cansadas, y su barba y cabellos largos, siempre perfumados con el aroma de los óleos y las tintas, hacía tiempo que eran blancos.
Fue en ése momento en que Wang Fo entendió que era tiempo de conseguirse un discípulo que lo ayudara y acompañara. Decidido, tomó el más hermoso lienzo en blanco y lo colocó sobre el atril. Tomó la carbonilla, y dejó que su mano la deslizara libremente haciendo los primeros trazos. De a ratos, fumaba su pipa y con cada bocanada, el humo blanco inundaba la habitación.
En el lienzo, dos pequeños círculos comenzaron por ser los ojitos, luego la forma redondeada para el rostro pequeño y las mejillas, el cabello negro, de tinta gruesa y trazos libres, el cuerpo, redondo, infantil y proporcionado, vestido con un bonito chaleco rojo. Wang Fo continuó pintando inspirado, sus manos emprolijaban lentamente los contornos. Las formas que acababa le iban revelando a un niño pequeño, que Wang Fo creyó, debiera tener unos 7 años de edad. El artista trabajó sin descanso, y cuando atardecía, con la escasa luz dentro de la cabaña, terminó los últimos detalles del magnífico retrato. Resopló exhausto, y le dio una bocanada más a la pipa. De entre el humo disperso en la sala, se apareció el niño, que lo miró con sus ojos negrísimos y pequeños, y el chaleco rojo bermellón.
- Me llamo Ling -le dijo con valentía. Wang Fo sonrió detrás de la barba y le preguntó:
- ¿Y sabes quién soy yo?
El niño negó con la cabeza.
- Soy tu maestro.

Pasaron los días y semanas, y las cosas no parecían más simples para Wang Fo. El niño era travieso, se metía en todas partes, era ruidoso, y revoltoso. Wang Fo pensó entonces que no había traído a un discípulo sino más bien a un jovencito salvaje. Sumado al trabajo en las pinturas y en la huerta, enseñarle a Ling era una tarea ardua, porque el niño no quería obedecer a sus instrucciones. Wang Fo, paciente, intentaba instruirlo en el trabajo de la plantación, las formas y colores, y sobre todo en la observación, pero todo aquello requería de mucha paciencia. Para Wang Fo, para poder pintar primero tenía que aprender a mirar. Pero el pequeño Ling, de carácter impulsivo, no podía estar sentado más que unos minutos, y prefería salir a correr a las aves en el bosque, tirar piedras, hacer pozos en la tierra, y jugar afuera en las tardes de lluvia.

Conforme pasaban los días, Wang Fo, apenado, ya no estaba seguro de que tener un discípulo había sido una buena idea. Estaba muy cansado, su salud se había debilitado y tosía constantemente. Le dolía mucho ver que sus enseñanzas no le interesaban a Ling. Pero lo que más lo debilitaba era ver al niño frustrarse cuando intentaba dibujar. No le gustaban sus manchones y garabatos de principiante, tiraba los pinceles al suelo y se negaba a volver a intentarlo. ¡¿Por qué tengo qué hacer esto?! – le gritaba.

Un día, ya sin muchas esperanzas, Wang Fo se acercó al niño y le dijo que iba a mostrarle un truco, pero para que realmente funcionara, debía observar muy bien. Si acaso dejara de mirar, la magia no funcionaría. Ling aceptó el juego y prometió quedarse muy quieto hasta que el truco de magia estuviera completo. Wang Fo comenzó a pintar y Ling desconfiaba. ¿Dónde estaba la magia? Pero las manos de Wang Fo no se detuvieron, y pintaron y pintaron, hasta que por fin dieron forma a un hermoso pájaro de plumas rojas, que saliendo del cuadro se posó en sus manos. Ling, maravillado, se acercó a acariciarla. ¡Es magia! Dijo. Y Wang Fo, aunque tosía, sonrió.
Durante los días y años siguientes el pequeño Ling se tomó en serio sus tareas. Wang Fo lo observaba pintar, y sobre todo observar durante largo tiempo a las aves, las hortalizas, las gotas de lluvia acumularse en la tierra. Wang Fo cuidaba de la huerta, se sentaba a la mesa, pintaba, y por las noches se iba a dormir y allí estaba el niño, mirándolo, observando, contemplando sus movimientos, sus manos arrugadas, cada rincón de su expresión, contando sus cabellos. Wang Fo, cada vez más cansado y con su salud delicada, encontraba el comportamiento del niño muy divertido, y aunque nunca había visto a ningún pintor trabajar de esa forma, se alegró de que al menos se hubiera disciplinado. Él ya casi no contaba con fuerzas para hacer mucho más, por las noches se agitaba, y le costaba respirar. Ahora era Ling, el que se levantaba más temprano, sacaba el agua del pozo y preparaba el te, el que limpiaba el pescado, y cuidaba las cosechas. Wang Fo estaba delicado, y un día, ya no despertó. La ceremonia de entierro se llevó a cabo en el bosque, donde Ling, desconsolado, siendo todavía poco más que un niño, despidió a su maestro.
El jovencito regresó a la cabaña y contempló las obras de su maestro y las suyas. Queriendo emular todo lo que él le había enseñado, se sentó en el pequeño asiento de madera y comenzó a pintar. Pintó y pintó, largos años pasaron, en los que Ling aprendió a cuidarse solo, a pintar con la salida del sol, y a cuidar de la huerta. Viajaba al pueblo, donde vendía hortalizas. Nunca había querido vender las pinturas del maestro, pero las suyas empezaban a venderse, poco a poco, aunque a Ling eso no le importaba demasiado. Él quería hacer magia. Recordó los detalles del rostro de su maestro y sin pensar, deslizó las manos sobre el lienzo. Primeros dibujó los ojos rasgados, el lacio cabello blanco, el vestido azul. Los días y años pasaron, y Ling siempre volvía a retomar el retrato. Cada vez estaba más cerca. Hasta que un día, cuando Ling ya era un jovencito con esbozos de barba en el rostro, lo terminó. Creyendo haber fracasado, se cubrió el rostro, y comenzó a llorar, pero el llanto se interrumpió. Allí estaba el maestro, de pie en la habitación, caminando despacio. Wang Fo al principio no reconoció a su discípulo. Ling estaba muy cambiado. No llegó a contemplarlo en detalle que el chico se le echó encima, y en un arrebato, lo abrazó.