viernes, 10 de enero de 2014

LA CONJURACIÓN SAGRADA. Georges Bataille


       Lo que hemos emprendido no debe ser confundido con ninguna otra cosa, no puede ser limitado a la expresión de un pensamiento, y todavía menos a lo que justamente es considerado como arte.

Es necesario producir y comer: muchas cosas son necesarias y por ello son algo, y lo mismo ocurre con la agitación política.


     ¿Quién sueña, antes de haber luchado hasta el final, con dejar el lugar a hombres que es imposible contemplar sin experimentar la necesidad de destruirlos? Pero si nada pudiera encontrarse más allá de la actividad política, la avidez humanasolamente se enfrentaría con el vacío.

SOMOS FEROZMENTE RELIGIOSOS y, en la medida en que nuestra existencia es la condena de todo lo que hoy se reconoce, una exigencia interior reclama que seamos igualemnte de imperisos.

Lo que emprendemos es una guerra.


     Es tiempo de abandonar el mundo de los civilizados y su luz. Es demasiado tarde para pretender ser razonable e instruido, pues esto condujo a una vida sin atractivos. Secretamente o no, es necesario convertirnos en otros o dejar de ser.


     El mundo al que hemos pertenecido no propone nada para amar más allá de cada insuficiencia individual: su existencia se limita a su comodidad. Un mundo que no puede ser amado hasta morir-de la misma manera que un hombre ama a una mujer- representa solamente el interés y la obligación hacia el trabajo. Si se compara con los mundos desaparecidos, es odioso y aparece como el más fallido de todos.


    En los mundos desaparecidos fue posible perderse en el éxtasis, lo que es imposible en el mundo de la vulgaridad instruida. Las ventajas de la civilización son compensadas por la manera en que los hombres las aprovechan: los hombres actuales las aprovechan para convertirse en los más degradantes de todos los seres que han existido.


     La vida tiene siempre lugar en un tumulto sin cohesión aparente, pero no encuentra su grandeza y su realidad más que en el éxtasis y en el amor extático. Quien se obstina en ignorar o en desconocer el éxtasis es un ser incompleto cuyo pensamiento se reduce al análisis. La exsitencia no es solamente vacío agitado, es una danza que obliga a bailar con fanatismo. El pensamiento que no tiene por objeto un fragmento muerto existe interiormente de la misma manera que las llamas.


     Es preciso volverse lo bastante firme e inquebrantable como para que la existencia del mundo de la civilización parezca finalemnte incierta. Es inútil responder a aquellos que puden creer en la existencia de ese mundo y lo toman como protexto: si hablan, es posible mirarlos sin escucharlos e, incluso cuando se los mira, no "ver" sino lo que existe lejos detrás de ellos. Es preciso rechazar el aburrimiento y vivir solamente de lo que fascina.

      
     En ese camino sería vano agitarse y buscar atraer a aquellos que tienen veleidades tales como pasar el tiempo, reír o convertirse individualmente en raros. Es preciso aventurarse en él sin mirar hacia atrás y sin tener en cuenta a aquellos que no tienen la fuerza para olvidar la realidad inmediata.

La vida humana está excedida por servir de cabeza y de razón al universo. En la medida que se convierte en esa cabeza y en esa razón, en la medida en que se convierte en necesaria para el universo, acepta una servidumbre. Si no es libre, la existencia se convierte en vacía o neutra, y si es libre es un juego. La Tierra, mientras engendra solamente cataclismos, árboles o pájaros, era un universo libre: la fascinación de la libertad se empaño cuando la tierra produjo un ser que exigía la necesidad como ley por encima del universo. El hombre siguió siendo sin embargo libre de no responder a ninguna necesidad: es libre de parecerse a todo lo que no es él mismo en el universo. Puede apartar el pensamiento de que él o Dios impide al resto de las cosas ser absurdas.


El hombre se escapó de su cabeza como el condenado de la prisión.


     Encontró más allá de sí mismo no a Dios, que es la prohibición del crimen, sino a un ser que ignora la prohibición. Más allá de lo que soy, reencuentro un ser que me hace reír porque no tiene cabeza, que me llena de angustia porque está hecho de inocencia y de crimen: tiene un arma de hierro en su mano izquierda, llamas que parecen un corazón de sacrificio en su mano derecha. Reúne en una misma erupción el nacimiento y la muerte. No es un hombre. Tampoco un dios. No es yo, pero es más yo que yo: su vientre es dédalo en el que se perdió a si mismo, en el que me pierdo con él y en el cula me vuelvo a encontrar siendo él, es decir, monstruo.


     Lo que pienso y lo que imagino no lo pensé ni lo imaginé solo. Escribo en una pequeña casa fría de un pueblo de pescadores, y un perro acaba de aullar en la noche. Mi habitación está cerca de la cocina en donde André Masson se mueve felizmente y canta: en el mismo momento en el que estoy escribiendo, acaba de poner en el fonógrafo el disco de la obertura de Don Juan, más que cualquier otra cosa, la obertura de Don Juan vincula lo que me tocó en suerte de la existencia con un desafío que me abre al arrebato fuera de mí. En ese instante incluso contemplo a ese ser acéfalo, el intruso compuesto por dos intenciones igualemnte desbocadas, convertirse en la "Tumba de Don Juan". Cuando algunos días estaba con Masson en esta cocina, sentado con un vasod e vino en la mano, mientras él, imaginandose de repente su propia muerte y la muerte de los suyos, con los ojos fijos, sufriendo, casi gritaba que era preciso que la muerte se convirtiera en una muerte afectuosa y apasionada, gritaba su odio hacia un mundo que impone, hasta sobre la muerte, su pata de empleado, yo no podía dudar de que la suerte y el tumultoinfinito de la vida humana estuvieran abiertos para aquellos que no podían ya existir como ojos reventados, sino como videntes arrebatados por un sueño estremecedor que no puede pertenecerles.



Tossa, 29 de Abril de 1936.